Roberto Etchenagucía decidió que había llegado el momento de disfrutar de una merecidas vacaciones.
En los últimos años había vivido más episodios ingratos de los aconsejables: su divorcio con Mabel, sus vaivenes como Encargado de Registro, la publicación (tergiversada) de una novela de su autoría, la tormentosa relación pasional de que entabló con la profesora Viviana y el distanciamiento de su hija María Itatí.
Pensó entonces en viajar 10 días a la Isla de los Tres Reyes, la más excéntrica de Nueva Zelanda. Y hasta allí se dirigió un viernes 10 de enero. Abordó el avión y —mientras se elevaba la máquina— sintió que se estaba alejando de lo que más le atormentaba. “Yo mismo —pensó— soy mucho más que los problemas que me rodean”.
Llegó con la idea de disfrutar, conocer pasajes exóticos y nadar en las aguas del estrecho de Cook. Sin embargo, dos días después de haberse alojado en el hotel “FreeWay”, al sudoeste de la isla, una sensación de angustia se apoderó de su cuerpo: nadie comprendía su idioma, nadie lo elogiaba ni discutía con él. Se sentía realmente solo, abandonado, marginado en ese extraño mundo que había viajado a conocer.
Abrumado estaba por estos pensamientos cuando en la pileta del hotel un hombre calvo le pidió fuego con un gesto. Roberto le alcanzó un encendedor, el hombre agradeció con la cabeza y miró el cielo señalándole que se acercaba una tormenta. Por gestos se comprendieron y entablaron cierta amistad, hasta que al hombre calvo se le “escapó” una palabra en castellano. Emocionado, Roberto le peguntó —ya en español— de dónde era. También emocionado, el hombre calvo le dijo que era de Buenos Aires y que le agradaba encontrar a alguien con quien compartir el idioma.
Siguieron 30 minutos de charla informal, hasta que Roberto le preguntó de qué trabajaba. El hombre le contestó que era funcionario del Estado. “¿Dónde?” preguntó Roberto, cada vez más sobresaltado. “Bueno”, dijo el hombre, tal vez no conozca el sistema, pero soy Encargado de uno de los cientos Registros del Automotor que existen en la Argentina”. Roberto no podía creerlo. Gritó de alegría, dio un abrazo a su nuevo compañero de ruta y dejó caer una lágrima.
Los días que siguieron fueron muy distintos para nuestro Encargado. Roberto siguió recorriendo la ciudad, practicando windsurf —un viejo deporte que había abandonado en su juventud— y conociendo el paisaje de la isla. No obstante sabía que al final del día podía cenar en el hotel junto a su compañero —el Dr. Anselmo Prátola, quien estaba al frente del Registro Seccional de Capital Federal N° 254) y compartir las experiencias que habían tenido durante el día.
Mezclaban comentarios administrativos con realidades locales, anécdotas del Registro con paisajes tropicales, capítulos del Digesto con literatura erótica del lugar y política del Ministerio de Justicia con estudios sociológicos de la Isla. Lo que empezó como un viaje de placer y continuó siendo un escenario de angustia, encontró su lugar más placentero. Y todo tan mágico, tan lejos de Mabel, de Viviana, de su hermano Coco….
Alejandro Puga
Libro «Digesto de Costumbres Registrales II», Mayo de 2001