Siempre me resultó atractiva —y lucrativa— la idea de que cada Registro Automotor habilite un mostrador destinado a cumplir funciones de kiosko, bar o drugstore (más acomodado a estos tiempos).
Piense usted en la multitud de artículos que tientan al consumo y al malgaste durante la espera: chiclets, cigarrillos, diarios o revistas de crucigramas. Si existe una mesa especial para atención de Mandatarios, por qué no pensar en otra mesa especial para la atención de personas circunstancialmente hambreadas: café con medialunas, sandwichs, gaseosas y panchos.
Nunca estará de más una máquina para fotocopiar documentos, facturas o estatutos. Son de insistente demanda los bolígrafos, los clips y hasta el regalo de algún cumpleaños que se recordó durante la espera.
Pero si algo convirtió esta idea en obsesión compartida fue la utilización de termoselladores ¿Quién no necesita recubrir su carnet del club, su ficha de lector de la biblioteca barrial o su Cédula de Identidad? El termosellador es de utilización simple, de adquisición obligatoria y funciona sin ningún tipo de esfuerzo.
Nada puede convencer al Encargado o al Ministro de Justicia para desaprovechar la oportunidad. Los costos en materia prima son mínimos (si pensamos en el jamón y el queso) u obligatorios aún hoy (para el caso de los termoselladores). Y en cualquier caso la inversión es insignificante para los beneficios alcanzables.
Sólo un inconveniente queda por solucionar. La AAERPA debe lograr que los precios se unifiquen por resolución y hasta por decreto para cualquier rubro.
Caso contrario se agigantarían los actuales malentendidos entre Encargados de Registro y se provocarían nuevos. Alguna bronca preexistente por demoras en los envíos de legajos o patentamiento de 0 Km. fuera de jurisdicción se pondría de manifiesto con legajo manchados de mayonesa, fetas de jamón numeradas como fojas y —sobre todo— una lucha encolerizada por los aranceles extra-registrales (promociones semanales, decoración del ambiente, descuentos especiales en el whisky consumido frente a una transferencia simultánea).
Y aún así, la idea no sería tan mala. El Encargado dejaría de sentirse un burócrata poderoso y pasaría a competir con el almacenero más próximo. La Encargada Suplente olvidaría la imposibilidad de certificar fotocopias de fotocopias certificadas y recordaría el buen trato de la quioskera de la esquina. La Interina dejaría de preocuparse por la foja 124 del Tomo II del Digesto y comenzaría a envidiar las piernas de la mujer de la fotocopiadora.
Todo empleado evitaría problemas en determinar quiénes pueden firmar por una sociedad, dejaría de señalar la falta del impuesto de emergencia u objetar la caligrafía de Don Ernesto. Mucho más, en cambio, se preocuparía por su aspecto, su ropaje y sus modales.
Los inspectores evaluarían el gusto del café y las empanadas. Los asesores instruirían a la empleada de OCA por la forma de cuidar su figura y los colaboradores ayudarían a cosas serias, en lugar de informar el lugar donde debe colocarse el número de motor en la Hoja de Registro.
Los separadores -siempre relegados- distribuirían los legajos de acuerdo al esmero con que se haya tratado a las carpetas y de acuerdo al esmero que ponga la Encargada Titular en atenderlos a ellos.
Todo conduce a un mejoramiento general. Los Encargados lograrían más dividendos, el 381 se transformaría en un simpático número de quiniela, una sonrisa sería mucho más importante que el párrafo 2, artículo 3, Capítulo V del Tomo II del Digesto y todos —pero todos— viviríamos más felices.
Alejandro Puga
Revista “Legajo C”,
Septiembre de 1995