Roberto Etchenagucía, como todos, tiene su propio «entorno». Se trata de un grupo selecto de personas, lugares y hasta situaciones. Un pequeño mundo que opina, induce, fuerza, apoya, critica y moldea su forma de ser.
Su ex mujer Mabel: siempre bien vestida, siempre agasajada por algún pretendiente, siempre preocupada por tu figura. Cuida su físico en el gimnasio tres veces por semana y tiene una admiración incondicional por su «personal trainner». No consume grasas, embutidos ni carnes rojas. Rechaza la sal excesiva, cafeína en absoluto, alcohol ni en broma. Cree que buena parte de su desventura proviene de haberse casado con alguien de apellido «Díaz». Tiene a su cargo las dos hijas que tuvo con Roberto y desea que crezcan saludablemente, respeten las buenas costumbres y se casen en unos años con algún muchacho de Posadas que tenga buenas referencias.
Su hermano Coco Díaz: es el más «desprejuiciado» de su entorno. Un poco violento, un poco marginal, un poco simpático, un poco amable y un poco torpe. Gordo, no siempre del todo honesto. Es, de hecho, mitad delincuente mitad justiciero. Pero sabe hacerse querer.
Su profesora Viviana: Concubina de domingos a martes, ausente de miércoles a sábados. Vida extraña, actitudes equívocas, un cuerpo con curvas, un historia con nudos. De todas formas, es quien prepara las cenas de Roberto los días domingos y lunes (recordemos que el martes a la tardecita toma su mircro quién sabe a dónde).
Los empleados de su Registro: ya fueron descriptos en particular. En general, tienen todos ellos hacia Roberto una mezcla de amor y odio. Se comportan como hermanos entre sí y como hermanos con Roberto. Se pelean, se amigan, cambian parejas, conforman grupos de «amigos» y «enemigos» con permanente saltos de bando.
Sus dos hijas: María Itatí y Daniela, de 9 y 15 años respectivamente. Dos chicas adorables, pero algo confundidas: María Itatí no alcanza a comprender las relaciones afectivas de su madre y Daniela —está en 3ro. Secundaria— no puede con las que comenzó a transitar ella misma.
Sus padres: Su padre, Álvaro Díaz, murió en 1982. Su madre, Dora Brítez, vive junto a su familia uruguaya en la ciudad de Campo Grande. Roberto la visita tres o cuatro veces por año, y no cree que ella necesite más que eso (ya que en la ciudad viven sus cinco hermanos menores, ocho de sus doce sobrinos, cuatro primos y algunos nietos).
Sus amigos: no van más allá del contexto registral. Podemos recordar a Jorge Carrascosa —dueño de una concesionaria de autos en Iguazú—, Anselmo Ciccione —un gestor de dudosa reputación—, Esteban Garcilazo y Guillermo Ávalos —dos Encargados de Registro con quienes trabó amistad en las reuniones de A.A.E.R.P.A—.
La inspección de Ricardo Fuentes: Más allá de los tropiezos que Fuentes tuviera en su visita del año 1997 («se me volaron algunas chapas», reconoció el Inspector) Roberto encontró reflejado parte de su pasado en la historia de Ricardo (un funcionario de la Dirección Nacional que —por abusar de las drogas y el alcohol— alcanzó un grado menor de esquizofrenia). Y es que en el año 1971 Roberto concurrió a un festival de música joven («Cataratas ´71») donde probó la marihuana. No le desagradó en absoluto. Y siguió luego con la cocaína, barbitúricos y ácido lisérgico hasta sus 22 años. Logró recuperarse con la ayuda de un tío suyo (Ifraín Gálvez) que también había sido adicto y le presentó un médico de confianza. Así fue como Roberto abandonó las drogas, pero comenzó a entusiasmarse con la idea de administrar un prostíbulo, como el que hoy regentea con Coco.
Su prostíbulo «Rimel»: Es el lugar donde Roberto encuentra su verdadera paz. Roberto siente una inexplicable sensación de plenitud cuando —al finalizar el día de trabajo— se sienta a beber whisky en la paz de su «hogar», como le gusta llamar al prostíbulo. En ese momento, Roberto olvida los invonvenientes del Sistema Infoauto, los usuarios agresivos, la cuota de alimentos que le reclama Mabel, las ausencias de Viviana y la incomprensión de sus hijas. Siente entonces que su único deseo es pasar el resto de sus horas sentado en la reposera que ocupa, saludando con real afecto a las trabajadoras del lugar, viendo cómo cambian sus cuerpos, cómo aprenden a seducir con los ojos, cómo mejoran su trato y cómo le sonríen con picardía.
Aquí es donde Roberto se reconcilia con sus recuerdos, con sus empleados de Registro, con sus dos hijas, con su concubina Viviana y hasta con su ex-mujer Mabel. Siente que nada (ya nada menos) que ese momento dorado es necesario para disfrutar la vida.
No está borracho, ni tampoco totalmente sobrio. Se siente —eso sí— plenamente feliz.
Alejandro Puga
Libro «Digesto de Costumbres Registrales II», Mayo de 2001