Las pantallas en sí no son buenas ni malas, el peligro reside en su uso demasiado temprano, desregulado y excesivo. Ningún niño las necesita antes de los tres años. La tecnología a edades demasiado tempranas pone en riesgo el aprendizaje de habilidades sensibles y fundamentales, como la empatía, que es la que nos permite ponernos en lugar del otro y ajustar nuestros pensamientos, actitudes y acciones de manera acorde.
Es solo a través del juego, conectados con otra persona, que aprendemos a socializar y a establecer las bases de la inteligencia emocional. Por eso, el mejor juguete para un niño en sus primeros años es otro ser humano: alegre, curioso y creativo. Las pantallas, pueden mejorar las habilidades de motricidad fina de los más pequeños o la retención de información, pero lo hacen de manera aislada, lo cual incrementa el riesgo de fragmentar la experiencia de aprendizaje y el ensimismamiento.
El bebé, desde que nace, está atento a descifrar el mundo aprendiendo a diferenciar y a relacionar tonos de voz, gestos, actitudes corporales, intenciones y hechos. A través de múltiples canales sensoriales, el adulto y el bebé se conectan de la misma manera que un Bluetooth. Un mar de información sensorial, emocional y cognitiva fluye entre ellos. Información que es profundamente interactiva y que nos modifica todo el tiempo. Esta información resulta vital para el desarrollo temprano de nuestras cualidades humanas más sutiles. Cualidades que son clave para generar y habitar estados crecientes de amor, empatía, compasión, alegría y paz y, también, para comprender y aprender de nuestros enojos, tristezas, envidias y codicias.
La exposición precoz y excesiva a la tecnología y a las pantallas, sobreestimulan los sistemas visuales y auditivos, limitando la maduración de determinadas funciones de la atención, la voluntad, la creatividad, la imaginación y el juego simbólico, que son los pilares del sentido común y la inteligencia emocional.
Fuente: www.lanacion.com.ar